Los economistas Acemoglu y
Robinson sostienen que la combinación de instituciones económicas y políticas
inclusivas, conducen al desarrollo de las naciones y constituyen la clave del
porqué occidente ha conseguido un alto grado de desarrollo. Estas instituciones
permiten tanto la participación de las personas, mediante el ejercicio de la
democracia, como su participación en actividades económicas que aprovechen
mejor su talento y sus habilidades. Sin embargo, no hemos de olvidar que los
occidentales hemos edificado buena parte de nuestro bienestar sobre el
sufrimiento de esas personas que malviven y mueren en los países que no han
podido desarrollarse por diversos factores. Asimismo, ese bienestar también nos
ha llevado a la autocomplacencia y nos subió a una noria de consumismo
desbocado que imaginábamos inacabable, de la que la crisis económica del 2007
nos despertó. En ese contexto, el esfuerzo, los valores y el sacrificio han
sido contempladas como antiguallas prescindibles, frente a una modernidad más
inmediata.
El sociólogo Zygmunt Baumann nos
alerta, sin embargo, de los peligros de
una modernidad autoimpuesta, obsesiva y adictiva, de manera que sólo un fluir
constante de novedades nos lleva a una satisfacción que al mismo tiempo es
perecedera. Esa modernidad nos lleva a la liquidez no sólo de las cosas, sino
de las relaciones e incluso del valor mismo de la vida humana.
El filósofo Javier Gomá nos
propone la ejemplaridad individual como un imperativo universal que consiste en
ser digno de confianza. Esa ejemplaridad extendida a todos es tan necesaria
como el cambio de un ámbito público infectado por la corrupción organizada. La
crisis de valores y, una de sus consecuencias, la corrupción, pueden convertir las
instituciones económicas y políticas en instituciones exclusivas, en las que
sólo una élite decida la política y se reparta los frutos de una economía
extractiva.
En un mundo inundado por lo
líquido, nuestro país está en desventaja. El oro y la plata traídos de América,
unido a los matrimonios borgoñones proyectados por los reyes católicos,
posibilitaron que España creara el Imperio. El Imperio adormeció a una
burguesía que no se desarrolló y, por tanto, no protagonizó revolución liberal
alguna. La revolución industrial llegó tarde y mal. Como dice Javier Gomá,
España es un país que no ha tenido clase media hasta hace medio siglo y, por
tanto, no ha podido generar los valores, las costumbres e instituciones que
asentaran un liberalismo sólido. Esta falta de madurez nos genera una gran
inseguridad, dificulta la creación de valores, y, por tanto, lastra el impulso
para desarrollar los cambios necesarios y generar un futuro esperanzador.
En este contexto, parece que se
han abierto los grifos para que la podredumbre salga. Ilustres nombres han
perdido su lustre. Aunque habrá que esperar a leer las sentencias, espero que los
grifos no se cierren hasta que el agua que emanen sea cristalina. No cabe duda que quienes tienen que dar
ejemplo, deben destruir las tarjetas black, acabar con las comisiones ilegales,
evitar el tráfico de influencias y luchar contra el blanqueo de capitales. Sin
embargo, una advertencia. Si los mecanismos judiciales del estado de derecho condenan
a los culpables, ya no tendremos excusas. No es suficiente con la limpieza del
ámbito de lo público. A partir de lo aprendido de esta crisis, todos debemos tratar
de dar solidez a una modernidad demasiado líquida y superar la búsqueda del
confort como única referencia. Asimismo, deberemos apostar por el esfuerzo,
practicar una cierta ejemplaridad y desarrollar unos valores mínimos
imprescindibles.
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